La Paz, 13 de enero de 1943
Señora: Blanche de Tamayo
Nueva York
Señora:Nueva York
Su carta me ha proporcionado una profunda alegría. Presumía que la
compañera del titán andino tenía que ser una mujer excepcional, una conciencia
en el sentido pascaliano. Esa
muchacha que un día se alejara del grande hombre
dando una lección de dignidad. Sé que Usted afrontó la vida sola, durante
treinta años, sin otro bagaje que su intrépido corazón. Pocos hombres lo
harían. Y el silencio altivo de tantos años cruentos, gana mi admiración y mi
respeto.¿Qué puedo decirle en esta carta? Un mundo acude a mis labios. Hay dos clases de escritores: el profesional, que vive del mundo, de su pluma, de las ventajas y miserias del medio literario, el que busca muchedumbres y recompensas; el artista, que se educa y se eleva con las letras, ajeno a los éxitos efímeros. El primero negocia con la inteligencia; el segundo se consagra a ella. Si en Europa es drama la pugna del escritor, en Sudamérica raya en tragedia. ¿Quién lee, quién comprende? Se escribe para pocos. Silencio y malevolencia son habituales. Editar un libro cuesta dinero, energías, decepciones. Un espíritu habituado al clima rumoroso de las urbes, no puede entender la intensidad de la lucha intelectual en las ciudades pequeñas. Por el solo hecho de existir, el escritor constituye una ofensa a los demás. ¿Pero a qué hablar de estas miserias? Hablemos de lo que a usted le interesa.
Franz Tamayo fue la pasión de mi juventud. Sus libros densos y complejos despertaron en mí el ansia de saber. Su personalidad adusta, la sed de comprender. Durante diez años lo visité en cuatro oportunidades en su residencia y hablé con él en seis ocasiones en encuentros callejeros. Cambiamos varias cartas. Esas diez entrevistas son todo el testimonio vivo que tuve del hombre. Al poeta lo aprehendí directamente en sus libros. Pero usted lo dice sagazmente: adiviné al hombre. Lo pensé, lo viví, lo padecí por dentro. Fue una lucha tenaz. Tamayo me rechazaba, como rechaza a todos. Me ofendía. Quiso imponerme que no me ocupara de su persona. Me negó toda información sobre su vida. Recelaba, desconfiaba, como el indio adusto que lleva emboscado en el alma. Cierto día, en un arranque juvenil que ahora deploro, le escribí: "Si no me proporciona usted los datos que le pido, quedaré en libertad para componer una biografía novelada. (Por eso reza el libro "Retrato al Modo Fantástico). Más allá de mi porfía, más acá de su residencia, el destino me ha señalado, antes de nosotros mismos, para acometer esta obra. Si Franz Tamayo no se da dos veces, tampoco Fernando Diez de Medina se repite".
Sobrevino la ruptura. Dos años antes de salir el libro había terminado nuestra amistad.
¿Tamayo? Era, sigue siendo el enigma vivo. Nadie le conocía, nadie leía sus libros. Todos le zaherían con burlas y ataques crueles. Escribí un ensayo crítico en 1935: "Tamayo o el Artista", relativo exclusivamente al poeta. Tamayo lo agradeció en esquela que conservo. En 1939 hice el análisis de "Scopas", publicado en La Nación de Buenos Aires. Todo me parecía debajo de la realidad. Siete años consagré al estudio de esta mentalidad estupenda. Tomé mi pequeña barca y remando me interné por el "gulf stream" (corriente del golfo). Veinte, cien veces a punto de naufragar. ¡El mar tamayano es inmenso y borrascoso! Salí fortalecido por el dolor y la voluntad de comprender. Si hubiera narrado las miserias que conocí… Muchas almas se habrían quebrado conociendo el trasfondo del pensador y del ciudadano. Pero yo tenía una fe, y ella no se desvió. Conociendo al hombre, dudo que se le pueda amar. Yo le seguí queriendo porque en verdad yo admiraba al otro, al Tamayo idealizado, al dibujado por mi afecto y por mi pluma. "¿Cómo va a trepar usted esa montaña?" -me decían los amigos-. "A Tamayo hay que verlo de lejos. El que intente acercarse rodará por la pendiente". Pero yo estoy acostumbrado a trepar montes. Tardé siete años en subir, llegué a la cumbre. Y una vez en ella la visión total fue tan terrible, tan sobrecogedora, que pude creer en el fracaso. Desde el tiempo místico, los hombres dicen que quien busca la verdad, cuando la encuentra, perece. Y en cierto modo es evidente: mi juventud murió el día que terminé de comprender a Tamayo. ¡Es todo el infierno humano, en la boca celeste de un poeta!
Yo quería descubrir a mi pueblo, a través de su hombre máximo. El primero me castigó con un silencio, el segundo con su cólera. Pero no doy un paso atrás. Vuelto a nacer, volvería a realizar la empresa. Bolivia es como yo la pinto, Tamayo, tal cual retrato. Doble atrevimiento: persistir en la verdad. Estas cosas no se perdonan. Su carta, empero, abre una promesa de sobrevivencia. Si usted, la única conocedora de Franz Tamayo, encuentra un fondo verídico y acertado en mi libro, me basta ese testimonio irrefutable: el "Hechicero del Ande" sobrevivirá.
Si hubiese pensado que iba a herir al hombre, acaso no habría compuesto el libro. ¿Por qué atribuirme intención maligna? Él era mi ídolo. No quiero escándalos, deseo evitar disgustos al gran poeta.
El incidente concluyó con mi respuesta en la cual evité toda injuria, a pesar de la virulencia del contrario. Don Franz es un gran libelista, un notable actor. Todo queda en el gesto. No contestó mi artículo, ni me ha iniciado los prometidos juicios. Él sabe, adivina, que en juicio público llevaría la peor parte. Se cree muy fuerte y es en realidad débil. Él es un orador estupendo. Yo no hablé nunca ante multitudes. Pero con toda la grandeza de su genio, no temería afrontarlo, porque la verdad social, la fuerza moral están de mi parte. Se sintió derrotado antes de librar la batalla de los esclarecimientos finales.
Sigo admirando al poeta, al tiempo que compadezco al hombre. Aun guardo afecto al gran resentido. Sus injurias y desplantes no me ofenden: me decepcionan, cosa más triste. El ídolo se derrumbó por sus propias manos; el gran incomprendido, injusto, satánico en su orgullo, sigue habitando mi alma. Callaré muchas cosas para no turbar su ancianidad.
¿Cuál de mis obras prefiero? El "Tamayo"; es mi pueblo, mi raza, mis montañas, mi pasión juvenil, la interpretación de Bolivia y de su grande artista. Casi diría que su carta es la mejor recompensa que he tenido en mis afanes de escritor.
Quedo reconocido a sus finas gentilezas. Su generosidad me atribuye virtudes que no tengo.
Y una vez más: gracias por su carta y su amistad. Hay, ciertamente, un Tamayo real y un Tamayo ideal. Quedémonos con el segundo. Sinceramente,
Fernando Diez de Medina
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