SERGIO PARRA 8 Mayo 2014
Cada uno puede pensar o creer lo que
estime conveniente. Quede eso por delante. Todas las personas, con
independencia de sus ideas, merecen respeto, o al menos tienen derecho a
expresar sus ideas (aunque no estemos obligados a escucharlas). Sin
Lo más difícil es trazar una línea que
delimite las creencias respetables de las que no lo son. Por ello, mejor que
cualquier línea, lo óptimo es que cada uno de nosotros, a título individual,
asuma qué clase de ideas o creencias es capaz de tolerar sin esgrimir su intolerancia.
Con todo, ¿existen unas líneas maestras? O, al menos, ¿es más
productivo y satisfactorio para la mayoría de nosotros condenar al ostracismo
determinadas creencias?
Creencias y creencias
La naturaleza del ser humano le impele a
llenar las lagunas de ignorancia con conocimientos, porque la
incertidumbre resulta profundamente incómoda. Cuando dicho conocimiento no
está disponible, entonces la laguna se rellena con mitos o narraciones
apaciguadoras.
Cuando nuestros antepasados, hace
probablemente entre 100.000 y 75.000 años, empezaron a buscar respuestas a
quienes eran y a dónde iban los muertos, no tenían demasiado tiempo para
investigar sistemáticamente la naturaleza, de modo que se refugiaban en mitos
construidos por la comunidad y solidificados por algún argumento de
autoridad. Los cultos Cargo son un buen ejemplo viviente de esta dinámica.
Sobre esos cimientos imaginarios, se
empezaron a levantar todas las religiones, tal y como explica Edward O.
Wilson en su libro La conquista social de la Tierra:
Los humanos
primitivos necesitaban un relato de todo lo importante que les ocurría, porque
la mente consciente no puede funcionar sin relatos y explicaciones de su propio
significado. La mejor manera, la única en que nuestros ancestros podían
conseguir explicar su propia existencia era a través de un mito creacionista. Y
todo mito creacionista, sin excepción, afirmaba la superioridad de la tribu que
lo inventó sobre todas las demás tribus. Habiendo asumido esto, cada creyente
religioso se veía a sí mismo como una persona elegida. Las religiones
organizadas y sus dioses, aunque concebidas en la ignorancia de la mayor parte
del mundo real, por suerte fueron grabadas en piedra en la historia temprana
(…) Sus dogmas codifican normas de comportamiento que los devotos pueden
aceptar absolutamente sin titubear. Cuestionar mitos sagrados es cuestionar la
identidad y el valor de los que creen ellos Esta es la razón por la que los
escépticos, incluidos los que están comprometidos con mitos distintos e
igualmente absurdos, son considerados con tanta antipatía. En algunos países se
arriesga a ingresar en prisión o a morir.
La madurez de abordar
la realidad
En pocas palabras, pues, ya vamos
intuyendo los efectos perniciosos de las religiones. En primer lugar,
su efecto conciliador y apaciguador se funda en mentiras y/o ignorancia. En
segundo lugar, las afirmaciones de las religiones son dogmáticas e
indiscutibles, porque son la Verdad. En tercer lugar, las personas
que no piensan igual son el enemigo.
Cuando las sociedades humanas no tenían
tiempo ni recursos para adquirir conocimientos empíricos sobre el mundo
natural, basar la convivencia en reglas indiscutibles fundadas en mitos
era una buena solución. Con todo, los que no comulgaban ardían,
literalmente.
Sin embargo, en un mundo donde todos
tenemos acceso a la información, donde dicha información crece exponencialmente
y puede ser continuamente contrastada, criticada, impugnada o discutida, los
dogmas resultan, cuando menos, inmaduros e ineficaces. Si las normas sociales dependen
de dogmas que podrían ser fácilmente rebatibles (cosa probable habida cuenta de
que las fuentes son argumentos de autoridad), entonces las normas
sociales penden de un hilo cada vez más fino. Por otro lado, el progreso
científico y tecnológico que se ha venido produciendo desde el siglo XVI denota
que una forma eficaz de obtener conocimientos cada vez más precisos o útiles
para la sociedad consiste en falsarlos: son ciertos hasta que alguien
demuestre que son falsos y sepa explicar en qué error se incurre.
Es decir, las creencias basan su
eficacia en la idea inmadura de que se posee la verdad absoluta y la falta de
humildad del que no quiere aceptar que se equivoca. La ciencia, por el
contrario, funciona justo al revés: asume la ignorancia inicial y propone
explicaciones sobre el mundo que deben ser, obligatoriamente, puestas
en tela de juicio por la mayor cantidad de ojos posible.
Finalmente, defender ideas
incuestionables por simple fe te enemista de cualquiera que no comulgue con
dicha fe: imaginaos que alguien afirma que existe el Monstruo del
Espaguetti Volador y que no podemos cuestionar dicha creencia. A la mínima, se
enfrentará a quienes traten de esclarecer el engaño que da sentido a su
creencia (la fe irracional se detecta rápidamente en el sentido de que quien la
profesa se irrita profundamente cuando se trata de cuestionar). Los
hacedores de preguntas o buscadores de razones, pues, son el peor enemigo de
los que profesan una fe irracional.
¿Todos tenemos fe?
Una cuestión que suele salir a colación
cuando se examina la fe en un mito es que todos profesamos alguna clase
de fe. Por ejemplo, no hemos visto un átomo y creemos que existe. ¿Por qué
creer en un dios creador debería ser diferente? Unos párrafos más arriba ya
hemos visto que la fe en un mito que basa su funcionamiento en la inmovilidad
ideológica. Por el contrario, si alguien demostrara que los átomos no existen
recibiría el Nobel de Física.
Otra diferencia entre la fe racional y
la fe irracional reside en la calidad de las fuentes de información que
se aducen. Por ejemplo, si crees algo que solo aparece reflejado en un
libro (o una docena de ellos), viola sistemáticamente parte del conocimiento
empírico acumulado durante siglos sin explicar la razón de forma falsable y,
además, tiene muchos años de antigüedad... probablemente estamos ante una
muestra de fe irracional.
Un ejemplo de fe racional sería creer en
la existencia del país Japón a pesar de que nunca lo hemos pisado. Es racional
porque disponemos de muchas fuentes confiables que nos sugieren su existencia,
dicha existencia no parece contradecir otros conocimientos (de hecho, se
imbrican armónicamente con ellos), y, por si fuera poco, siempre podemos
comprar un billete para Japón y comprobar su existencia con nuestros propios
ojos.
Naturalmente, entre estos dos extremos
de fe, racional e irracional, existen muchas posturas intermedias, e incluso
algunas basculan de uno a otro lado, bordeando la ciencia ortodoxa y la heterodoxa. La
religión, con todo, es una postura que puede situarse sin ningún género de
dudas en el extremo de la fe irracional. Como también lo son determinadas
posturas ideológicas de carácter político. O determinadas adhesiones a equipos
de fútbol. O incluso determinados nacionalismos, como ya os expliqué en una ocasión.
En aras de obtener conocimientos cada
vez más precisos del mundo, dejar de ver a los que no profesan nuestras ideas
indiscutibles como enemigos (trazando fronteras más altas que las políticas),
admitir nuestra ignorancia con humildad, dejar de repetir que los valores se están perdiendo o se desacralizan (cuando en realidad solo dejan de
ser como tu fe determina que deberían ser en todos los contextos históricos, se
descubra lo que se descubra, cambie lo que cambie)… en aras de todo
eso, y sobre todo en aras de dar un pasito más hacia la comprensión de lo que
hacemos aquí, creo que deberíamos combatir las religiones y, por
extensión, cualquier idea que no pueda ser cuestionada, ridiculizada o pisoteada. Y si queréis un poco de consuelo,
apuntaos a bailar salsa, que diría Robin Dunbar.
Abunda en ello Edward O. Wilson: Entonces, ¿por qué
razón es prudente poner abiertamente en tela de juicio los mitos y los dioses
de las religiones organizadas? Porque son idiotizantes y divisivos. Porque cada
uno de ellos es solo una versión de una multitud de situaciones hipotéticas en
competencia que posiblemente pueden ser ciertas. Porque fomentan la ignorancia,
distraen a la gente de reconocer los problemas del mundo real y con frecuencia
los conducen en direcciones equivocadas que provocan acciones desastrosas.
Fieles a sus orígenes biológicos, fomentan de manera apasionada el altruismo
entre sus miembros, aunque por lo general con el objetivo adicional del
proselitismo. El sometimiento a una fe concreta es, por definición, fanatismo
religioso. Ningún misionero protestante aconseja a su grey que consideren el
catolicismo romano o el islámico como una alternativa tal vez superior.
Por cierto, ante la pregunta que me
realizan a menudo, esta es, quién creó entonces el Universo… mi
respuesta es que no lo sé, y tampoco sé si esa pregunta tiene sentido. Y como
no lo sé (de hecho, nadie lo sabe), no propongo una hipótesis nada
esclarecedora como fue Dios, porque dicha respuesta no ofrece ninguna
información. ¿Quién creó a Dios, entonces? Sería como responder a ¿quién creó
el Universo? algo así como “él mismo”, “azar”, “una energía especial que no
conocemos”.
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