jueves, 20 de octubre de 2016

Goetz Hensel y el fin de la cerveza alemana

 ETIQUETA NEGRA 128 OCTOBER 15, 2015 -  Un texto de Jorge D'Garay Juncal 
 
No hay país que produzca, beba y exporte más cerveza que Alemania. Allí se toma la de malta de cebada que ellos fabrican desde hace quinientos años. Un genetista ha alterado el
ADN de este cereal para conservar el sabor de la cerveza y salvarla de posibles catástrofes ambientales. Pero en el país de Goethe detestan que toquen su bebida favorita. 
¿Es importante la genética si estás borracho?
Cada viernes a las 6:15 de la tarde, luego de una semana analizando granos de cebada bajo un microscopio, el genetista Goetz Hensel conduce dos kilómetros hasta un bar de Quedlinburg, un pueblo con casonas medievales al este de Alemania, para beber una chop de Hasseröder de un sólo trago. Durante ese after office, Hensel y sus colegas —alemanes e ingenieros biotecnólogos como él— hablan de fútbol, de pop alemán o de cualquier otra cosa, menos de trabajo. Para hablar de ciencia tienen todo el día en el instituto de investigaciones biológicas IPK, el banco genético de semillas más grande del mundo. Cuando quieres embriagarte la genética no importa demasiado, dice Hensel, un científico de cincuenta y tantos años que habla con voz pausada, con la misma autoridad de un abuelo sabio. Goetz Hensel viste jeans y camiseta azul, tiene el pelo entrecano, usa anteojos y carga una mochila negra más grande que su espalda. En su mano derecha lleva un reloj Timex Ironman que registra cada uno de sus movimientos: las caminatas que hace por el parque cercano a su casa, las calorías que quema, las seis horas de sueño que duerme cada día. Pero en el bar, con sus amigos, prefiere no monitorear su ritmo cardíaco cuando un par de rubias se sientan en la mesa contigua. Por eso cada viernes, el científico intenta olvidarse que dedica su vida a descifrar el ingrediente principal de la tercera bebida más consumida en el mundo después del agua y el té.
Hensel trabaja en una bodega climatizada similar a un hangar donde hay hileras de frigoríficos enormes como roperos, alineados uno tras otro. Alguien distraído podría pensar que detrás de las puertas de esas neveras, las de unos científicos que quieren mejorar la cerveza, hay precisamente eso: cervezas bien heladas. Pero allí se guardan decenas de plaquitas de cristal con germinados de semillas de cebada. Unas parecen migajas de arroz, otras tienen diminutas ramas verdes, todas están etiquetadas con escrúpulo germano. En este lugar, Goetz Hensel, un ingeniero alemán que no ve series de televisión ni suele ir al cine, ha producido en las últimas dos décadas más de veinte mil plantas modificadas en sus genes para ser más productivas y nutritivas. Su mayor obsesión es la cebada, el insumo principal de la cerveza. Hensel dice que alterar su composición la haría más resistente a las plagas y los climas extremos. De todos los cereales, la cebada es la que más fibra y proteína tiene: reduce el colesterol, la diabetes y el riesgo de infartos. Es el segundo cultivo más importante de Alemania, y el cuarto en el mundo después del trigo, el arroz y el maíz. Por eso, en un futuro donde la temperatura del planeta aumenta y las ciudades crecen vertiginosamente, el genetista cree que resguardar la cebada es crucial. La mayoría de alemanes, sin embargo, sienten que la genética hace peligrar la pureza de su cerveza.
El músico Frank Zappa decía que un país de verdad debe tener su propia cerveza. Según Zappa también ayuda tener una aerolínea, un equipo de fútbol y algunas armas nucleares, pero lo que en realidad importa es tener una cerveza. En Alemania, ese dicho tal vez se haya tomado muy en serio: no existe otro país que produzca, consuma y exporte más cerveza. En el país de Goethe y Schumacher existen más de cinco mil marcas y se concentra casi la mitad de cervecerías que existen en Europa. Un alemán bebe más de cien litros de cerveza al año: el doble de litros que un estadounidense, el triple que un mexicano y cinco veces más que un chino. En Alemania cada pueblo tiene al menos una cervecería. Cualquiera, a cualquier hora, puede beber una botella de medio litro mientras viaja en bus, en metro, o en la calle mientras da un paseo, en un almuerzo de oficina o en el gimnasio. Los supermercados no venden cerveza helada, sólo los autoservicios de veinticuatro horas. Con tan pocos meses de sol, el paladar germano se ha acostumbrado a beber la cerveza tibia. Los alemanes prefieren beber solos y, aunque siempre llegan a una reunión con cervezas en la mano, no la comparten. No suelen comprar six packs ni pagar por la botella de alguien más, ni siquiera cuando quieren seducir a una chica o chico en un bar. En el verano, cuando parques y canales se llenan de bebedores, uno puede ver peatones solitarios, generalmente desempleados, con un carrito o una gran bolsa de plástico juntando las botellas vacías que los berlineses dejan entre asados y picnics. Los alemanes no tiran las botellas en los contenedores de basura, las colocan al costado de un poste de luz, en la banca del parque o en la cornisa de las ventanas para que los recicladores puedan ganarse unos centavos.
En casa, sentado frente a su computadora, el genetista Goetz Hensel trabaja mejor acompañado de una Radeberger —una cerveza dorada, ligeramente amarga— y se relaja y no piensa en las moléculas que le dan textura a su bebida favorita. Algunos doctores, dice, recomiendan la cerveza como una mejor opción para rehidratarse tras el ejercicio, pues todos sus ingredientes son de origen natural. La dosis de azúcar que posee es de tan alta calidad que los alemanes pueden beber y beber sin preocuparse por la resaca. La cerveza es rica en antioxidantes naturales, en fibra, en vitaminas B y C, en minerales, y en nutrientes que combaten la anemia. Su cantidad de calorías es inferior al de la gran mayoría de bebidas alcohólicas y las gaseosas. Reduce las posibilidades de sufrir un infarto, actúa como un laxante natural y disminuye el riesgo de osteoporosis. Pero el científico de la cerveza también sabe que cuando nos pasamos de tragos nuestro sistema nervioso jamás la pasa bien.
Durante el Oktoberfest, la fiesta dedicada a la bebida alcohólica más popular del mundo, se toma tanta cerveza como para llenar tres piscinas olímpicas. Allí, algunos se divierten viendo a jóvenes turistas tambalearse o cantar en la calle por lo borrachos que están. Todo genetista sabe qué sucede exactamente: el alcohol incrementa la liberación de dopamina, un neurotransmisor que en exceso enloquece las neuronas, y éstas —por decirlo de un modo— empiezan a suicidarse, a ahorcarse con sus dendritas, o se apuñalan con los cristales de fosfato. O, en el peor de los casos, aumentan el voltaje de las neurotransmisiones al punto de electrocutarse. La resaca —los mareos, los vómitos, la sed, la leve amnesia— es consecuencia de todo ello. Hensel dice que ha borrado de su memoria la última vez que se emborrachó. Y si alguna vez experimentó un ‘eureka’ gracias a los efectos de la cerveza, al día siguiente ya no se acuerda.
Pero beber una buena cerveza con moderación, dice el científico, facilita el intercambio de ideas, la colaboración y forja un espíritu en el laboratorio. Hensel prefiere la cerveza alemana, pero no tiene una marca favorita: le gusta probar la producción local, respetando también la temporada. En Baviera y durante el verano toma siempre cerveza de trigo porque es dulce y refrescante. En el norte del país se inclina por la producción amarga del Báltico. «En Alemania es imposible conseguir cerveza de mala calidad», dice Hensel, quien difícilmente tiene resaca. Lo que sí le genera un dolor de cabeza es que muchos compatriotas suyos vean la labor del genetista con desconfianza.
Para crear variedades de cebada que no necesiten mucha agua, resistan enfermedades, produzcan más toneladas de grano por hectárea y sean más nutritivas, se necesita conocer a fondo su código genético. En el IPK, decenas de científicos europeos, asiáticos y estadounidenses se esfuerzan por identificar y mapear para qué sirve cada uno de los miles de genes que componen este cereal, que doblan en número a los genes humanos. Hensel siempre ha estado fascinado por la biología moderna molecular y la posibilidad de hacer crecer una planta entera a partir de sólo una rama, una raíz o una sola célula. Pero se resiente con la mala publicidad que tiene su oficio entre la opinión pública alemana.
Las principales organizaciones ambientales del mundo, como Greenpeace, afirman que los transgénicos destruyen la biodiversidad de los cultivos y agotan la fertilidad de los suelos. En un mundo donde los alimentos transgénicos están demonizados, Alemania quizá sea el país más firme en ese rechazo. De acuerdo con una encuesta del Departamento de Protección de la Naturaleza, más del ochenta por ciento de los alemanes no quiere consumir alimentos transgénicos, aunque en Alemania sólo se cultivan esos vegetales con fines científicos. Siguiendo los pasos de Francia y Grecia, Alemania prohibió los cultivos de maíz transgénico en 2009, presionada por los granjeros de Baviera, la región cervecera número uno del país. El ministro de agricultura alemán Christian Schmidt, nuevo Embajador de la Cerveza, es uno de los portavoces europeos más influyentes en la guerra contra los transgénicos. «No quiero una expansión de la ingeniería genética en el campo alemán, ni tampoco conozco a nadie que desee su presencia extendida», dijo en junio de 2015, en medio de un debate acalorado sobre la prohibición de cualquier cultivo genéticamente modificado en la Unión Europea. Hensel lamenta la ignorancia que revelan esas declaraciones: se sabe que el ochenta por ciento del algodón cultivado en todo el mundo —el insumo principal de la mayoría de la ropa que usamos— es transgénico. También la soja: más del noventa de la producción mundial es transgénica. Y aunque la soja transgénica casi no se come en forma directa, sus derivados se utilizan en miles de alimentos que consumimos. «Así que la mayoría de los productos ‘bio’ de soja, aunque digan lo contrario o no lo especifiquen en sus etiquetas, están en contacto con organismos genéticamente modificados», dice el científico. Le parece absurdo que la gente no tema usar transgénicos en los fármacos —como las vacunas o la insulina que combate la diabetes—, pero sí en alimentos como la cerveza, cuando ambos productos son ingeridos por el cuerpo. No todo lo que es transgénico es malo por definición, dice Hensel, quien evita comprar alimentos bajo el sello ‘bio’: en el jardín de su casa, los tomates crecen con fertilizante. Si su esposa insistiera en hacer la despensa sólo con productos orgánicos, dice que ya se habría divorciado.

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