Jordi Pérez Colomé Domingo 13 de noviembre de 2016
La población mundial crece a velocidad de vértigo. ¿Habrá alimentos para todos? El dilema transgénico plantea posibles soluciones. La controversia está servida.
ANTONI GRANELL lleva 15 años dedicado al tomate. Biólogo molecular del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en Valencia, trabaja en un despacho desordenado dentro de un laboratorio. Persigue el secreto del sabor del tomate. En 2012, descubrió un gen que hacía que uno de ellos fuera más dulce. Ahora ha encontrado la combinación de genes que presuntamente regulan su sabor.
Granell desgrana los secretos del tomate. ¿Por qué ha empeorado su sabor? Entre
1961 y 2009, su producción mundial se multiplicó por más de cinco, según datos
de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura
(FAO). Ese inmenso crecimiento tenía que basarse en un modelo agrícola de
producción estable: más kilos, mayor resistencia a las enfermedades y una
maduración más lenta para trasladar el fruto a miles de kilómetros de
distancia. Las variedades tradicionales no ofrecían sin embargo estas ventajas.
Para conseguirlas, el proceso de mejora consistía en cruzar las variedades de
siempre con otras de mayor rendimiento y resistencia. El origen del tomate está
en América, y allí conserva familiares silvestres. La esperanza era que, tras
los cruces, el tomate bueno retuviera solo el gen de la resistencia y desechara
el resto. “Pero no es eso lo que ocurre. El gen resistente se queda con sus
colegas en la mayoría de casos”, dice Granell. “Y la variedad definitiva
incluye miles de genes de la silvestre”.
Los
agricultores del tomate han vivido un dilema. Podían optar por una producción
variable, por culpa de las enfermedades y con ejemplares más pequeños y desiguales,
o por una producción fija, con un tamaño regular que facilita la recolecta y el
empaquetado. Cuando un agricultor consultaba qué hacer con su especie
autóctona, Granell le advertía de los cruces con otras variedades: “Representan
la posibilidad de ampliar el negocio, pero también de perder una modalidad”.
Antoni Granell trabaja con otro biólogo molecular, Diego Orzáez. Entre los dos
han creado un tomate con más antioxidantes, con propiedades involucradas en la
prevención del cáncer. Es un tomate oscuro. Pero su aspecto por dentro es rojo.
Los tomates mejorados de Granell y Orzáez se han concebido mediante edición de
genes de tomates: a pesar de no ser técnicamente transgénicos,
se les considera así porque se ha producido retoque de genes.
El primer
transgénico comercializado de la historia fue justamente un tomate cuya
maduración se quería alargar. Se vendió en 1994 en Estados Unidos y fue un
fracaso. Sus creadores prometían conservar el sabor, pero la especie era
mediocre. En 1996 empezó a comercializarse el maíz transgénico, que hoy sigue
siendo el único cereal genéticamente modificado en el mercado. Dos decenios
después, el uso de los transgénicos se ha extendido. Por un lado, se
concibieron para crear plantas que resistieran a las plagas de forma que
pudiera reducirse el uso de herbicidas y pesticidas químicos, a menudo
peligrosos para la salud, y, por otro, lograr un mayor rendimiento de las
cosechas, sobre todo de maíz, soja, colza y algodón.
debate transgénico
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Esta
actividad plantea así soluciones al dilema que afronta un planeta cuya
población crece a velocidad de vértigo. ¿Habrá alimentos para todos? La
controversia entre la comunidad científica y los grupos ecologistas está
servida. Para conseguir un transgénico hay que introducir un gen de un
organismo en otro con el objeto de obtener un producto mejor, bien porque
ofrezca una mayor resistencia contra los virus, viva con menos agua o produzca
más antioxidantes. ¿Y cómo se crea? La historia de Leandro Peña es un buen
ejemplo para entenderlo. Peña investigaba cítricos en Valencia. A mediados de
los 2000, le llamaron de Brasil y Florida. La citricultura en
esas dos regiones se enfrentaba a un enemigo que podía hundir el negocio para
siempre: una bacteria asiática conocida como dragón amarillo.
Nadie había sido capaz de pararlo. “La producción de cítricos en Florida
prácticamente estaba desapareciendo”, dice Peña.
HABRÁ 10.000 MILLONES
DE PERSONAS EN 2050 EN LA TIERRA. LOS CULTIVOS SERÁN MENORES QUE HOY
En uno de sus primeros viajes a Brasil, donde trabaja en estos momentos, alguien le explicó el caso de un campesino vietnamita que se había dado cuenta de que cuando sus mandarinas estaban plantadas junto a guayabas podía cosecharlas, pero cuando estaban con plátanos no se podían comer. “Viajé en 2009 a Vietnam para conocer a aquel agricultor”, recuerda Peña. “Era un abuelillo descalzo”. Había algo en la guayaba que ahuyentaba al insecto que transporta al dragón amarillo. Leandro Peña empezó por identificar los compuestos volátiles de la fruta. Para ello se encerró en su laboratorio: “Le poníamos guayaba y el bicho se marchaba rápidamente en busca de aire limpio”. Aislaron en otras plantas el gen que producía el mismo efecto repelente que la guayaba y lo introdujeron en un naranjo. El proceso ha durado más de ocho años y deberán pasar cinco más para conocer los resultados exactos. Al contrario que los tomates, los árboles frutales crecen con lentitud, y los experimentos con ellos se dilatan.
Aun así, no
hay ninguna garantía de que la naranja con un gen que tiene el mismo efecto
repelente que la guayaba sea un éxito. ¿Qué pasa si ese gen afecta al sabor o
el olor de las naranjas? ¿O si atrae a otro bicho que en Vietnam no
existía, pero sí en Brasil? Para minimizar el riesgo, Peña arrancó un proyecto
paralelo con otra estrategia más común en transgénesis (el proceso de
transferir genes de un organismo a otro): crear una nueva variedad de
naranja con genes del insecto que transmite el dragón
amarillo para que acabe con él cuando este llegue al árbol.
Esta estrategia tiene la ventaja de que los genes del insecto afectan menos al
sabor de la naranja. La tercera vía contra el dragón amarillo es
la fumigación en masa.
Lejos de
Brasil, en las afueras de Córdoba, el científico Francisco Barro ha conseguido
un trigo sin gluten. Realiza su investigación en el Instituto de Agricultura
Sostenible, un centro del CSIC. Barro, que investiga el trigo desde mediados de
los noventa, cuando vivía en Reino Unido, tiene a su disposición un equipo y un
laboratorio con estanterías de metal, una cámara y un pequeño invernadero para
sus cultivos. Aquí ha conseguido reducir el gluten en el trigo hasta hacerlo
desaparecer. El resultado consiste en un trigo transgénico que –a pesar de no
tener gluten– sabe igual. Barro ha logrado en los últimos tres años plantar una
hectárea, hacer harina y después pan sin gluten. También ha realizado pruebas en
laboratorio con ratones. Su trabajo está en fase de experimentación clínica con
humanos, que pretendía llevar a cabo en hospitales andaluces. Pero diversas plataformas contra los transgénicos llamaron
a los centros sanitarios implicados en el experimento para advertirlos de las
consecuencias. Francisco Barro se defiende: “No tenemos nada que esconder. Los
ecologistas se han puesto en contacto con los hospitales, desde donde me han
llamado un poco alterados. Esos grupos usan formas agresivas”. Algunos llamaron
al Ministerio de Agricultura para averiguar dónde había plantado Barro su trigo
transgénico. El ensayo clínico se llevará a cabo en el extranjero.
EL ENSAYO CLÍNICO
DEL TRIGO SIN GLUTEN, GESTADO EN ESPAÑA, SE HARÁ EN EL EXTRANJERO POR PRESIONES
ECOLOGISTAS
Si su
proyecto saliera adelante, los celiacos y los sensibles al gluten podrían
volver a comer pan. Ahora el pan para celiacos es poco saludable: “Se le añaden
grasas de baja calidad, azúcares simples que disminuyen el valor nutricional
del pan sin gluten”, dice Izaskun Martín Cabrejas, responsable de Seguridad
Alimentaria de la Federación de Asociaciones de Celiacos. Martín Cabrejas
admite que el uso comercial del trigo sin gluten es lejano. “Pero si se valida
algún día, sería fantástico”. En Greenpeace no comparten esa visión. Creen que
los celiacos tienen alternativas al gluten: “Hay solución a ese problema, por
ejemplo una alimentación más diversificada”, dice Luis Ferreirim, responsable
de agricultura de esa organización.
Si Barro tiene éxito, los consumidores verán por primera vez los beneficios reales de los transgénicos. Un caso similar será si se consiguen tomates más sabrosos o con antioxidantes. Una de las críticas que hacen los detractores de los transgénicos, que son peligrosos para la salud de los consumidores, se ha demostrado inconsistente. Ningún estudio científico ha detectado problemas de este tipo causados por transgénicos. Después de revisar los estudios que se han realizado a lo largo de 30 años, la National Academy of Sciences de Estados Unidos es taxativa: los alimentos procedentes de organismos modificados genéticamente son tan seguros como los procedentes de cultivos tradicionales. “No se han encontrado diferencias que impliquen un mayor riesgo de los transgénicos para la salud humana”, aseguraban los científicos en un reciente informe.
Si Barro tiene éxito, los consumidores verán por primera vez los beneficios reales de los transgénicos. Un caso similar será si se consiguen tomates más sabrosos o con antioxidantes. Una de las críticas que hacen los detractores de los transgénicos, que son peligrosos para la salud de los consumidores, se ha demostrado inconsistente. Ningún estudio científico ha detectado problemas de este tipo causados por transgénicos. Después de revisar los estudios que se han realizado a lo largo de 30 años, la National Academy of Sciences de Estados Unidos es taxativa: los alimentos procedentes de organismos modificados genéticamente son tan seguros como los procedentes de cultivos tradicionales. “No se han encontrado diferencias que impliquen un mayor riesgo de los transgénicos para la salud humana”, aseguraban los científicos en un reciente informe.
Pero en
Greenpeace siguen sin estar convencidos: “Mientras no se demuestre que no
tienen efectos a largo plazo, pedimos precaución”, asegura Luis Ferreirim. La
comunidad científica tiene un problema con esa afirmación. Josep Casacuberta,
científico del CSIC en Barcelona y vicepresidente del panel de transgénicos de
la EFSA (Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria), explica: “Cuando te
preguntan: ‘¿Puedes estar seguro de que nunca habrá efecto pernicioso para la
salud?’. Tienes que decir que no. Nunca se sabe qué puede pasar en la escala
evolutiva. Pero si te lo plantean de una manera distinta: ‘¿Crees que hay algún
riesgo asociado?’. También tienes que decir que no”.
¿Pueden los transgénicos salvar el
planeta?
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Pero así como
la controversia sobre la seguridad de los alimentos transgénicos va quedando
atrás, el otro punto de la polémica se mantiene. Los transgénicos nacieron, se
decía, para salvar al mundo del hambre. Un día podrían cultivarse de todo en
todas partes; las plagas ya no serían un problema; y harían falta menos agua y
hectáreas de tierra. En 1985, Monsanto, multinacional estadounidense líder
mundial en ingeniería genética de semillas y en la producción de herbicidas,
lanzó una campaña sobre transgénicos con la foto de una planta de maíz en el
desierto con este eslogan: “¿Es necesario un milagro para resolver los
problemas del hambre?”. Luis Ferreirim, de Greenpeace, responde a esa pregunta
30 años después: “Los transgénicos no son la solución a los problemas que
pretendían resolver”.
EN 1996 EMPEZÓ A
VENDERSE EL MAÍZ TRANSGÉNICO; 20 AÑOS DESPUÉS, EL USO DE TRANSGÉNICOS SE HA
EXTENDIDO
Los
transgénicos no han resuelto el hambre en el mundo. Ni siquiera han logrado
aumentar la producción de alimentos. Un análisis publicado recientemente
en The New York Times desvelaba que el rendimiento de
cultivos transgénicos de Estados Unidos y Canadá respecto a los
países europeos no ha mejorado. Sus expectativas han quedado por debajo de lo
anunciado. Pero no tiene por qué representar un cambio en la tendencia
creciente. Un ejemplo del camino que se está recorriendo es el arroz dorado. El
30 de julio de 2000, la revista Time afirmaba en su portada: “Este arroz
puede salvar a un millón de niños al año”. El “arroz dorado” producía vitamina
A gracias a dos genes añadidos de maíz y narciso. Los déficits de vitamina A,
que afecta a 250 millones de personas en los países en desarrollo, y que causa
ceguera y mortalidad infantil, podrían suplirse con este producto transgénico.
Al principio no funcionó: el nivel de vitamina A era insuficiente. Con los
años, la variedad ha mejorado y ahora un bol de arroz dorado podría suponer el
60% de la vitamina A diaria que un niño necesita.
A pesar de
esta promesa, el arroz dorado sigue sin estar disponible. Syngenta (la tercera
compañía mundial en el mercado de las semillas agrícolas, recién adquirida por
una empresa pública china) conservó los derechos de la patente solo para países
desarrollados. La licencia para el resto del mundo está en manos del IRRI
(Instituto Internacional de Investigación del Arroz) en Filipinas, pero el
proyecto aún carece de todos los test preceptivos y de las licencias
necesarias. En junio de este año, 109 premios Nobel –la mayoría de Física,
Medicina y Química– firmaron una carta para exigir que se permitiera la
investigación y el desarrollo del arroz dorado.
Muestras de harinas en el CSIC.
El
destinatario principal de esa misiva era Greenpeace, que se opone rotundamente
a su comercialización. Algunos grupos ecologistas han destruido en varias
ocasiones distintos campos de cultivo de arroz dorado en Filipinas. “Hacemos un
llamamiento a Greenpeace para que cese su campaña contra el arroz dorado, en
concreto, y contra los cultivos de alimentos mejorados a través de la
biotecnología en general”, pedían el centenar de Nobel. “¿Cuánta gente tiene
que morir en todo el mundo antes de que consideremos esto como un crimen contra
la humanidad?”.
“Para
empezar”, dice Luis Ferreirim, de la organización ecologista, “podría ser que a
través del arroz ya tuvieras tu cantidad de vitamina A y dejaras de consumir
otros productos que te aportan otros nutrientes también necesarios”. Segundo,
el arroz dorado sería una justificación más para la implantación de un modelo
agrícola dominado por las multinacionales: “Y que nos lleva al borde del
precipicio”.
Conjunto de frutos de citrumelo.
Como ocurre
con el trigo sin gluten, los tomates mejorados o el arroz dorado, si estos
productos salen algún día al mercado la popularidad de los transgénicos
crecerá. La población mundial rondará los 10.000 millones de personas en 2050.
Los campos de cultivo serán entonces probablemente menores que hoy. Y el cambio
climático provocará que la producción agrícola sea más inestable. “La
transgenia es una herramienta poderosísima para obtener nuevas variedades”,
incide el investigador Francisco Barro. Y en realidad el obstáculo principal
para que algunos transgénicos lleguen al mercado es la legislación. “El
desarrollo de un producto transgénico puede costar entre 100 y 150 millones de
dólares, entre las etapas de investigación y los costes administrativos”, explica
Fermín Azanza, director de grandes cultivos del Grupo Limagrain (una compañía
productora de semillas para cultivos extensivos como maíz, girasol, cereal,
algodón, colza y remolacha). “Cada nuevo transgénico debe pasar por ese proceso
y solo las multinacionales son capaces de asumirlo”, añade Azanza. “Hoy nadie
desarrolla un producto que no se pueda cultivar en Estados Unidos y no se pueda
exportar a Europa, Japón o sureste asiático”.
Un campo sembrado es el polígono industrial de la naturaleza. “La diferencia conceptual entre una plantación de maíz y una fábrica de yogur es muy pequeña”, dice Josep Casacuberta. “Tomar conciencia de que un campo no tiene nada de natural es algo que la gente no quiere entender”, añade. La biodiversidad real está en el bosque, donde conviven cientos de especies. Un campo de cultivo es lo contrario: la supervivencia de una sola especie repetida miles de veces.
Un campo sembrado es el polígono industrial de la naturaleza. “La diferencia conceptual entre una plantación de maíz y una fábrica de yogur es muy pequeña”, dice Josep Casacuberta. “Tomar conciencia de que un campo no tiene nada de natural es algo que la gente no quiere entender”, añade. La biodiversidad real está en el bosque, donde conviven cientos de especies. Un campo de cultivo es lo contrario: la supervivencia de una sola especie repetida miles de veces.
La
agricultura ha usado técnicas insólitas para encontrar variedades que rindieran
mejor en el campo. A mediados del siglo XX se ideó la mutagénesis, que suponía
aplicar radiación a miles de semillas. Esta técnica, que continúa en vigor, ha
dejado más de 3.000 variantes registradas. En una serie de entrevistas para
este reportaje con siete biólogos moleculares españoles, su preocupación
principal es no saber a qué atenerse con una tecnología (la transgénesis) que,
sin ser la salvadora del mundo, ofrece muchas posibilidades para la humanidad.
“La palabra transgénico impide que los beneficios de nuestro trabajo llegue a todos.
Ahora nos autolimitamos”, dice el biólogo molecular Diego Orzáez.
Planta de trigo en el CSIC.
La
manipulación no se ha estancado en la transgénesis. Los científicos hoy pueden
editar genes: coger un gen, reescribirlo y volverlo a colocar. Pueden también
usar la tecnología Crispr/Cas9, que consigue retocar un gen en un proceso que
se da también en la naturaleza, aunque con Crispr se escoge y en la naturaleza
es completamente aleatorio. La precisión de estas tecnologías está a años luz
de la mutagénesis, de mediados de siglo, aquella radiación a las semillas.
Aquello era jugar a la lotería. Esto es jugar a la lotería sabiendo el número
que va a tocar.
Todas estas
novedades van a provocar serios problemas a los legisladores europeos: “El
cambio que provoca la tecnología Crispr es que hoy puedes coger un tomate y ver
si es transgénico. Con Crispr no podrás saberlo. El tomate es idéntico. ¿Por
qué debes legislar distinto algo que es igual?”, dice Casacuberta.
La Unión
Europea no ha dicho nada aún sobre Crispr. En Greenpeace están en contra de
toda ingeniería genética. Será una batalla dura. Crispr tendrá algún día una
aplicación en humanos. ¿Quién podrá defender que una tecnología que cura una
enfermedad no puede aplicarse en un tomate?
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