lunes, 3 de octubre de 2016

Hace tiempo que nadie le rompe la cara a un político

HACE TIEMPO QUE NADIE LE ROMPE LA CARA A UN POLÍTICO CUANDO MIENTE
MAY 02, 2016 

Una carta de Julio Villanueva

Un profesor de psicología de la Universidad de Massachusetts, concluyó que mentimos entre dos y tres veces durante los primeros diez minutos que conocemos a alguien. La estadística nos produce un asombro entre cómico y cínico. ¿Por qué nos asombra sabernos mentirosos? Hay tantas mentiras en las que nos gusta creer.
Los investigadores del engaño han encontrado que somos mejores para adivinar cuándo nos están diciendo la verdad que cuándo nos mienten. Hasta es común encontrarnos un amigo que se disculpa ante nosotros por no saber mentir. No es una confesión sino casi un contrato social, como si alguien se reprochara de no tener el talento necesario de convencernos con una cara y una voz para la mentira. Es más o menos lo mismo que sucede en las situaciones de mentiras piadosas, cuando, después de tropezarnos con alguien que no nos ha visto en años, nos felicita por lucir casi igual que en la secundaria.

A menudo, también, nos descubren en sueños, mientras dormimos, balbuceando un nombre prohibido. Mentir con frecuencia no es para la mayoría un hábito piadoso o involuntario, sino su propia naturaleza. «Ninguno podría vivir con alguien que dice la verdad en forma habitual. Gracias a Dios ninguno de nosotros tiene que hacerlo –dijo Mark Twain–. Alguien que habitualmente dice la verdad es una criatura imposible». Necesitamos mentir en situaciones cotidianas e inocentes para no tener que matarnos todo el tiempo. Mentimos siempre. Mentimos cuando anunciamos que mañana llegaremos temprano al trabajo. Cuando prometemos a alguien que lo llamaremos. Cuando decimos que te quiero.

En su ensayo Del mentir, Montaigne se preguntaba a quién creerle cuando habla de sí mismo en una época tan corrompida. «Nuestra verdad de hoy no es lo que es, sino de lo que se persuade a los demás», dice Montaigne. Las mentiras de un candidato a la presidencia no deberían ser admisibles en nuestra dieta diaria del engaño. Mentir sobre la edad para conseguir un descuento en la farmacia no tiene la gravedad de un político que promete a su país acabar con la corrupción mientras la está organizando. Montaigne, que no tenía nada de profesor, recordaba que el disimulo era una de las cualidades más notables de su siglo.

En la teleserie Lie To Me, el psicólogo Cal Lightman es un experto en detectar engaños estudiando el alfabeto facial, los eufemismos y la voz de la gente. Lightman, un apellido apropiado para este negocio, es un detective de mentiras, un descifrador de las expresiones faciales involuntarias que nos delatan. «Todos estamos interesados en las caras», dijo Paul Ekman, el psicólogo de verdad en el que se inspiró Lie To Me. Ekman cree que, a diferencia de los gestos culturales de las manos, las emociones del rostro siempre son biológicas. «Algunas naciones de las Nuevas Indias –recordó Montaigne en su tiempo− ofrecían a sus dioses sangre humana, mas no de cualquier parte sino sacada de la lengua y las orejas, para expiar el pecado de la mentira, tanto oída como proferida». 

Para nuestros antepasados no sólo eran culpables los mentirosos sino también quienes, al creerles, permitían que la mentira existiera. En ciertas épocas, el silencio, la omisión, la indiferencia, son también la peor forma de mentirnos. Cuando las máscaras que usan los corruptos son tan evidentes, dejan de tener un efecto cómico, y es preciso enfrentarlas. ¿Hace cuánto tiempo que nadie le rompe la cara a un político cuando miente? No es ésta una invitación a golpearlos: es una advertencia de que los enmascarados, los que a veces esperamos un golpe para reaccionar, somos nosotros.

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