Diversos
experimentos demuestran que los prejuicios son más determinantes que el sabor
en nuestros juicios gastronómicos. ¿Es todo postureo? Jorge
Benítez 10/10/2016
Existe
desde hace tiempo un debate muy notable entre antropólogos. Los hay quienes
consideran que
la alimentación se ha supeditado siempre a necesidades
biológicas, mientras sus rivales defienden que la comida sirve para pensar, que
ayuda a entender el mundo. Un estudio recientemente publicado en Estados Unidos
recoge interesantes conclusiones sobre lo que realmente influye en nuestra
opinión cuando comemos y, al contrario de lo que podemos pensar, el sabor no es
el factor más determinante. Somos sin disimulo presas de la dictadura del
postureo alimenticio, ejercida con mano de hierro por nuestras emociones.
Cuando
creíamos que eso de hacernos los interesantes en una cena consistía básicamente
en elegir un restaurante de moda o un vino de una denominación de origen poco
conocida, resulta que nuestra conciencia sube un
escalón más. El experimento realizado en la Universidad Northeastern
de Boston basa sus conclusiones en una cata carnívora llevada a cabo por 146
universitarios.
Estos
participantes probaron varios tipos de carne (jamón york, roast beef y ternera
deshidratada), unos etiquetados como procedentes de una granja industrial en la
que se maltrata a los animales y el resto de una explotación ganadera donde
estos son tratados con humanidad. En realidad, la carne de la muestra
era la misma y las etiquetas, falsas.
A
pesar del engaño, la gran mayoría de los participantes, al juzgar aspectos como
la apariencia, el olor y el sabor, valoraron mucho más positivamente la carne
con sello de bienestar animal, incluso calificaron la contraria como más
grasienta y salada.
«Nuestro
cerebro construye nuestra experiencia vital», explica por email el profesor
Eric Anderson, uno de los autores de la investigación, desde la Universidad
Tufts de Massachusetts. «Ésta no se rige exclusivamente por la experiencia
física de ingerir un alimento. Moldean el comportamiento las creencias, las
experiencias afectivas y hasta propiedades sensitivas como el sabor o el punto
de sal del alimento.Quienes venden comida deberían saber que la imagen de una granja o la de un restaurante puede determinar el
gusto de lo que ofrecen».
La emoción
influye en el paladar. Por eso nos gusta más la carne "ética"
Así
que nuestra opinión está influida por lo que podríamos denominar realismo emocional. Se trata de una experiencia
consciente que hace que un rabo de toro guisado y unos boquerones fritos
resulten deliciosos o repugnantes, al igual que, durante la visita a un museo,
un cuadro abstracto nos parece hermoso o feo. Julián López, profesor de
Antropología en la UNED, considera que «los medios de comunicación, los lobbies
de la industria alimentaria y los activistas pueden orientar los gustos de una
sociedad. Es la presión cultural y ésta sufre muchas
variciones a lo largo de los años».
¿Somos
buenos? De lo que no hay duda es que somos seres emocionales. Nos afectan el
origen y el final de las cosas. No sentimos indiferencia si averiguamos que el
pollo del sándwich que comemos en realidad es un ser desgraciado que vivió
esclavizado sin ver la luz del día, nacido de una gallina engañada por luz
artificial para manipular su ciclo ponedor en la granja X, el Auschwitz avícola. Con esa información el pollo no
sabe igual y la conciencia vegetariana invade cualquier espíritu. «En un
segundo estudio que hemos hecho hay gente que se negó a comer la carne malvada
cuando pidió una descripción de cómo producen estos tipos de granjas», confirma
Anderson.
Es
como si sin tiempo para digerirlo hubiéramos pasado del hombre animal al hombre
animalista.
En
las sociedades ricas donde el hambre es un mal recuerdo y se rinde culto al
exceso, la percepción de los alimentos no es valorada exclusivamente por
las papilas gustativas. El sabor no importa tanto.
En
2012, la Universidad Politécnica de Valencia, en colaboración con la
Universidad de Oxford y el King's College de Londres, analizó en tres trabajos
cómo afectaban al comensal ciertos valores externos a la hora de valorar un
plato. La investigación consistió en dar a probar un yogur con diferentes
cucharas, una de metal y otra de plástico (material asociado al consumo rápido)
con un acabado metálico.
Un yogur se califica mejor en cuchara de metal
que de plástico
La mayoría de
los consumidores, sin saber que se trataba del mismo yogur, opinaron que la
muestra tomada con cuchara de metal era de mayor calidad. También dieron a
probar una mousse de fresas tanto en platos blancos como negros. La misma
mousse fue mejor valorada servida en el blanco, ya que el rosa de la fresa
lucía más en ese fondo respecto al plato oscuro.
Quizás no se
contemple mayor éxtasis de postureo como
cuando a la mesa de un restaurante llega la carta de vinos (¿se han fijado en
que cuando alguien prueba un vino siempre dice que le gusta, aunque no sea
cierto, por miedo a hacer el ridículo?). Un experimento, realizado por la
Universidad de Stanford y el Instituto Tecnológico de California, empleó a 20
voluntarios que debían catar vinos de diferentes precios (5, 10, 35, 45 y 90
dólares la botella). Por supuesto, estos calificaron como mejores los caros
respecto a los baratos, a pesar de que se trataba del mismo vino (la única
diferencia era la etiqueta con el precio).
Guiados por
experiencias físicas, objetivas, en el fondo realmente somos rehenes de las
creencias. Y, a pesar de lo que refleja el experimento del vino, no todo
depende del vigor de nuestra tarjeta Visa. Somos atávicos.
En su trabajo
sobre el hambre en España, el antropólogo Julián López estudió la influencia de
los factores culturales en la alimentación. Cuando entrevistó a gente que había
pasado grandes penalidades durante la posguerra, les preguntó si en su búsqueda
de comida habían recurrido a la carne de los animales de su entorno, como las
cigüeñas que anidaban en los campanarios o los búhos. La respuesta fue unánime:
nunca. A las primeras las consideraban «criaturas de Dios», mientras que
catalogaron como «criaturas de la noche» a los búhos. Según explica López, «la influencia de valores categóricos como el mal o las creencias
condicionaron la dieta de estas personas». Incluso en un periodo de
hambre, en el que parece legítimo saltarse cualquier regla con tal de
sobrevivir.
Así que,
recuerden, el filete con patatas no es solamente el menú que van a degustar
este mediodía, es un ejercicio dialéctico.
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